sábado, 27 de febrero de 2010

Era una lluvia normal...


Era una lluvia normal que se extendía de largo en el litoral de la ciudad. La tarde estaba nublada con un gris polvoriento. El corazón tranquilo, con latidos profundos se quedo admirado ante la calma que el espectáculo daba. Se parecía a un llanto, desgarrador y con un sentimiento de culpa que le recordó aquel llanto que nunca salió del manto oscuro de la soledad que lo atormentaba. Estaba feliz, lucido como un niño, hipnotizado con la frescura del aire, con un frio penetrante hasta los huesos. Se sentía más feliz que nunca. Estaba en un estado mental de sabiduría extrema que lo llevo a la conclusión de que la lluvia, por más frágil que sea, cura el alma. Fumaba con pasión. Disfrutaba de la música que recorría sus oídos, y en la terraza donde fue lo que ya no es, se acordó de aquellos amores contrariados que tantas veces busco bajo la lluvia. La vio. Ahí estaba ella, danzando bajo el manto de agua, feliz y retorcijándose con la sensación de libertad que se le fue arrancada. Vio vibrar el corazón de aquella dama que de antaño fue un manto de dudas, unas dudas que como se pudo ver, fueron limpiadas por la lluvia. El humo se transformaba en una especie de luz celestial, reveladora. Entonces algo pasó. Otra llanto fuera de otro mundo, proveniente del alma de la doncella se encendió en la ciudad y él también quiso llorar. Tenía una culpa, tenía un amor perdido, tenía unas cuentas pendientes con la vida y con la soledad que nunca se atrevió a cobrarlas y que de repente vinieron con tal alboroto que el peso de la conciencia lo obligo a derramar una lágrima que al contacto con la realidad lo perforó todo. Una especie del vínculo del pasado lo obligo a ordenar sus recuerdos más ocultos, aquellos felices e infelices y se pregunto donde quedo ese niño que sonreía y hablaba con el mundo. Se pregunto donde quedo ese niño que lloraba y se enternecía por el resto. Ahora él era diferente, era más frio, tenebroso en la vida, solitario. Solo ella, la bailarina que lloraba y a la vez reía lo sacaba de aquel abismo sin fondo. Por eso la amaba. La amaba porque con ella la sensación de la música era más apacible, más real. El tiempo también cambiaba, siempre pensó en el tiempo como un estado de la materia fijo, algo contable, pero con la presencia de la bailarina el tiempo se desfogaba en una felicidad tan real como la lluvia de aquella tarde, que después recordaría para toda su vida. La amaba. La amó desde la primera vez y con aquel baile imaginario se quedo con la idea de amarla. Valía la pena amarla. A este espectáculo se sumó su llanto, pero este no era un llanto de felicidad, era un llanto de alegría porque comprendió que gracias a su bailarina la felicidad era lo fundamental. Se agarró con fuerza el pecho, saco la cabeza a la lluvia y con las manos extendidas al agua la buscó en la inconfundible soledad del baile. Bailaron por horas, se sumaron a la imaginación y como si fuera de otro tiempo, se dieron aquel beso que se prolongó hasta el infinito, como la lluvia se prolongó aquella noche.