lunes, 18 de abril de 2011

La Diosa Coronada II

Se conocieron en un bar. Era martes en la tarde y el Poeta la encontró entre un grupo de amigos. Se conocieron, hablaron muy poco y tiempo después ella se fue. El poeta la descartó de su memoria, pero no pudo evitar admirar esa belleza absoluta y envolvente, su delicadeza al hablar, su manera de reír. Era única y cuando se dio cuenta ella salía por la puerta. No supo nada ella en muchos días y solo le había quedado el recuerdo de su sonrisa, de su aroma y de esa personalidad tan encantadora que incluso el Poeta se sorprendió de cuán fácil había caído en los pensamientos de ella. Había pasado dos semanas y la vio por casualidad en una calle cerca del viejo bar donde se conocieron. Estaba esplendida, tenía el cabello suelto y sus ojos radiaban tanta ternura que el Poeta solo pudo saludarla tímidamente. Fue esa segunda visión de ella la cual lo llevó a la locura de la poesía. No encontraba palabras para expresar aquella explosión en su corazón y las horas no le parecían mejor empleadas si no era escribiendo y escribiendo para ella. Pero a la vez la veía distante, una mujer de otro mundo. Una mujer lanzada a la vida. No se equivocaba. La Diosa Coronada era dos años mayor que él y había vivido tantas cosas que cayó en el error de la madurez. Aprendió a crecer rápido, sin disfrutar de la belleza de la juventud, de todo el esplendor de la adolescencia y a llevar las preocupaciones a un ámbito exterior y no interior. Fue este motivo, el de la madurez, el mayor pretexto entre ellos dos. Por un lado el Poeta tenía el espíritu resuelto, libre, sin las preocupaciones habituales de la sociedad adulta y ella en cambio quería pertenecer a ese círculo de madurez forzada donde las caras ocultan a niños actuando como adultos, haciendo cosas de niños y excusándose como adultos. El Poeta y la Diosa Coronada eran muy distintos, pero este no era motivo suficiente para él, porque el Poeta sabía que la madurez no va a la par con el comportamiento habitual, si no de acuerdo a las situaciones de la vida. Al Poeta le gustaba disfrutar aquella vida de soñador, de hablar sin el prejuicio de ser callado, de expresarse, de no callarse nada y de hacer cuantas cosas quisiera. No era inmadurez, era él mismo.

Cuando la Diosa Coronada lo vio por el bar le pareció que él venía de otra época. Tenía una atmosfera de alegría oculta y su comportamiento exaltaba una locura elocuente. Por algún motivo cuando el Poeta se despidió también quedó en la Diosa Coronada la sensación de necesitarlo, de escucharlo un poco más, pero se dio cuenta en seguida que el Poeta era escurridizo, no era un hombre de una sola mujer, que no se quedaba con nadie. Así era el Poeta. Nunca daba la cara, nunca se le conoció amores fijos, ni duraderos, solo aquellos amores de paso que lo único que dejaban en él era la sensación de algo parecido al amor. Las quería a todas, las trataba por igual pero a ninguna les dio explicaciones de sus desapariciones, de sus silencios largos y solo fueron unas pocas las que creían haber conseguido la gracia de quedarse con él. El Poeta lo disfrutaba, era un juego del amor que él sabía cómo jugarlo y rara vez perdía.

Perdió cuando la conoció, cuando encontró a aquella Diosa, y su corazón se reveló. Era ella la única por la cual él dejaría sus amores de paso, dejaría a sus amigas que en más de una ocasión dejaron de ser solo sus amigas. Por ella lo dejaría todo, todo por ella, todo porque ella se lo merecía. Empezó a enamorarse.

El Poeta tenía que hacer algo, tenía que decirle algo y el sueño premonitorio que había tenido en el cual ella caía a un abismo le había abierto la visión. Encontró la ocasión otra vez en aquel bar, habían coincidido. Pero esta vez ella estaba distinta, un poco atrasada en el tiempo de la memoria, con el corazón apagado en la oscuridad de la habitación. Era otra. Estaban en silencio, mirando por una ventana las nubes que se iban formando. Fue ella quien le preguntó si le gustaba la poesía y él agarró la oportunidad al paso y le dijo que sí, que le gustaba y que escribía poemas también y le dio la dirección de una página web donde el publicaba sus mejores versos. Fue la poesía el milagro de que se forme aquella unión maravillosa. Cuando ella leyó los poemas encontró a otro hombre, serio, “maduro”, sentimental, y loco. También se dio cuenta que sus poemas tenían mucho que ver con algo, con una misma chica, una chica hermosa. Todos los poemas eran para ella.

Continuará.