martes, 8 de marzo de 2011

La Diosa Coronada I


No pudo dormir bien en toda la noche. Se asustó de los sueños premonitorios del olvido y en un sueño soñó que la olvidaba, que dejaba de quererla y que al dejar de quererla dejaba de pensarla. Se despertó pensando en una desconocida. Fue el miedo quien lo despertó, pero también fue la sensación de vacío que dejaba el otro lado de la cama. Ella ahora ya no estaría más en las noches de vela. Se encendió un cigarro, de esos que solía guardar para fumar en soledad. El humo hacía un contraste con el espacio vacío de oscuridad absoluta y se acordó de cuanto ella odiaba que él fumara. Cuando estaba con ella fumaba por ganas, después fumaba por hacerla morir de iras y jugar con su paciencia y después fumaba por las iras del momento y fumaba con la esperanza de encontrar un pretexto y mandarlo todo al carajo. Dejó de fumar. Por lo menos dejó de fumar la media cajetilla y solo fumaba en alguna reunión o cuando el corazón se lo pedía, pero siempre con la certeza de estarlo haciendo a escondidas, como cuando era niño. Extrañaba esos regaños y esas peleas sin importancia que adquirían gran importancia y terminaban en una futura pelea. En una ocasión ella lo oyó decir – no pelees conmigo, que voy tres pasos adelante tuyo- le dijo con la paciencia que ella sabía que no podía controlar por mucho tiempo. El reconocía que era impaciente, un poco celoso y a veces tan metódico en el amor que se reservaba momentos de tanto silencio para tratar de apaciguar su corazón alborotado. Ella con el tiempo descubrió el artificio del ser amado, pero ella no se quedaba atrás. Ella también imponía sus largos silencios y pensando dios sabe qué y planeando dios sabe qué y esto terminaba en la ofuscación de ambos que dejaban de pensar en sus cosas y trataban de adivinar los pensamientos del otro y solo había final cuando descubrían que estaban pensando lo mismo. Se estaban pensando. Era feliz, y ella lo era, por lo menos hasta donde él supo. Fue feliz. Y una vez más, mientras daba la última calada a su cigarrillo, cerró los ojos y se dejo llevar a la imagen de la Diosa Coronada. Tenía una delgadez hermosa, con una piel cubierta de un bronceado caribeño, una sonrisa pícara y unas mejillas estrelladas por las pecas, era una combinación perfecta. Su largo cabello alcanzaba la cintura y su nariz perfilada lo hacía estremecer de ternura. Se enamoró desde la primera vez que la vio.

La empezó a llamar la Diosa Coronada. Lo leyó en un libro y le pareció la manera más dulce de nombrarla. La Diosa Coronada. No pudo jamás llamar a nadie más de esa manera, no se sentía bien y nunca lo intentó, fue suficiente con pensarlo y sintió que se engañaba a sí mismo. Era el nombre con el cual la identificaba y con el cual no se decidió a jugar. Y fue así como empezó a quererla en serio y empezó a escribir para ella y él se ganó el seudónimo del Poeta. Le escribía versos secretos y escribía historias en las cuales ellos dos eran los protagonistas y escribía con tanto dolor que siempre la idealizó como una mujer fuera de su mundo, una extraña fuente de inspiración, nada más. En un sueño, la Diosa Coronada se encontraba en una calle de piedras negras y a su alrededor solo quedaba los estragos de lo que alguna vez pudo haber sido una gran ciudad. Los arboles que estuvieron de pie en las calles se alzaban en las brasas de un fuego negro, y el cielo gris lanzaba unas pequeñas gotas de lluvia. Estaba desconcertado con la visión y un pequeño agujero se abrió bajo los pies de la Diosa Coronada, y ella cayó, en una caída para siempre y él pudo ver como ella extendía su mano y las lágrimas de la desesperación brotaron inundando sus mejillas. Se despertó en un sudor frío y con la determinación irrevocable de hablarle y confrontarla y decirle que se entregaba a ella, y le juraría amor eterno.


Continuará...