lunes, 2 de mayo de 2011

La Diosa Coronada III

Ella no podía creer que alguien como él escribiera cosas tan bellas. ¿Cómo era posible que un hombre tan perdido en la vida haya conseguido abordarla con letras? Así era él. Encontraba su ser más interno en las letras, se dejaba seducir por ellas y jugaba a componer cosas y jugaba a encontrarla entre las palabras, de buscar la forma de ella, de especificar su olor, de glorificar su figura. Quería plasmarla en la hoja para no dejarla ir, para retenerla en versos.

Pero todo empezó como un juego. El Poeta nunca lo dio todo, siempre conservaba su distancia con ella y no le importaba intentar jugar a amar a otras mujeres delante de ella pues él sabía que aquella Diosa estaba en una etapa de la vida en donde no quería involucrar sentimientos personales con nadie. Quería ser libre. Y el Poeta lo entendió de esa manera, pero por eso no dejó de demostrarle su aprecio. Solía buscar su mano, con cualquier pretexto y cuando conseguía sostenerla la alzaba a la altura de su cara y la besaba tiernamente y le decía que aunque no podía besar sus labios con besar su mano era suficiente. Se ganaba sus abrazos y aprendió que los abrazos enseñan más que los besos. Fue ahí, con aquellas cosas pequeñas que se encariñó de ella, que se hundió en su pensamiento y que lanzó al carajo toda relación ajena y se centró en ella. Las horas con ella eran magníficas y nunca sintió un amor tan puro. No le hacía falta besarla en la boca. Con besarla en las mejillas estrelladas y conseguir un pequeño rubor en el rostro de ella era suficiente. Sentía una tranquilidad inhumana cuando le besaba la frente y con sus manos recogía su pequeña cabeza y la llevaba a la tranquilidad de su pecho. No pedía nada más. Le bastaba con ella, con su compañía y con verla sonreír, se enamoró de aquella sonrisa infinita.

Se encontraron una tarde de enero. El día aún permanecía soleado y resolvieron dar un pequeño paseo. La Diosa Coronada tenía otra mirada. El Poeta la miró de frente y ella agachó la cabeza, ocultando la incertidumbre de su rostro. Le contó que tenía un novio. Llevaba con él una relación de dos meses atrás y que sí le decía esto era para que el Poeta no se enamore más de ella. Cometió un error, el Poeta ya estaba enamorado de ella. Al Poeta todo esto le resultaba absurdo e incluso estúpido, pero se dio cuenta que era lo más importante que la Diosa le pudo haber dicho. El instante de la noticia no le importó. Le daba igual que la Diosa tuviera una persona “especial” en su vida. De cualquier manera, ella se encontraba con él en aquel momento y solo quería disfrutarlo.

Cuando el Poeta llegó a su casa lo primero que hizo fue deducir los motivos por los cuales un novio había sido ocultado. No le fue difícil entender que la Diosa Coronada había ocultado a su porque el Poeta había llegado a ser tan importante en su vida que ella muchas veces le dijo que cuanto se lamentaba que él haya llegado a su vida unos días tardes. Así era. La Diosa Coronada había empezado una relación dos semanas antes de conocer al Poeta en aquel bar. Cuando la Diosa Coronada empezó a leer los poemas se encontró con otro hombre. Un Poeta de aquellos que se consideraban perdidos y que pensaba que el amor era la fuente de un todo. Vio a través de las palabras y encontró que aquel hombre creía en el amor, no en la falsedad del sentimiento. Ella también se embriagó con sus letras y encontró cierta satisfacción al encontrarse a ella misma plasmada en las letras. Se pudo reconocer enseguida.

El Poeta trazó un plan. Supuso que la Diosa Coronada empezaba a ceder, que las puertas de acero que había construido para él poco a poco iban sucumbiendo por el óxido de sus besos y abrazos. Sabía que si había ocultado a su novio era por miedo a que el Poeta se aleje de ella o por el simple hecho de que era un amigo con el nombre de novio para darle una prioridad que quizás no se merecía.

El Poeta empezó a tratarla como su novia. Caminaban de la mano o del brazo, se contaban todo lo que se podía contar y él en cada oportunidad que tenía se acercaba lentamente a sus mejillas y las besaba, pero cada vez más cerca de los labios de ella. Siempre esperó un golpe, pero nunca llegó. Nunca llegó ese golpe porque la Diosa lo que más quería era sentir los labios de él. Pero siempre estaba el novio. Aquel fantasma acusador que lo estropeaba todo con su dedo justiciero.

El primer beso fue un viernes. Se encontraban en la banca de un parque, empezaba a hacer frio y el Poeta le ofreció a la Diosa su chaqueta. Se cubrieron los dos y con la ayuda de un viento pavoroso se vieron obligados a taparse las caras. Fue en aquella oscuridad cuando sus rostros se encontraron. Primero se mandaron un beso tímido en la superficie de los labios y luego con la confianza de toda una vida se besaron. Fue ese beso con cosquillas el primer beso de aquel cataclismo de amor.