domingo, 28 de noviembre de 2010

El Poeta y la Princesa

Eran las doce y treinta y siete de la noche cuando el Poeta llego a la calle de los recuerdos. La encontró igual, con sus adoquines secos, con la atmosfera fresca por el frio y con la casa amarilla que nunca perdía su color. Llevaba tiempo caminando, recordando calles y lugares. Siempre se imaginó ese camino, desde hace muchos años atrás lo realizaba en su memoria, esperando el momento de volver a ver aquella casa y timbrar.

Cuando la Princesa escucho el timbre a las doce y treinta y siete de la noche su corazón exalto un viejo aliento a melancolía. Solo puede ser él se dijo a si misma. Se levantó del sofá, buscó algún pretexto en la edad para no abrir la puerta, pero cuando encontró más de cinco ya había girado el picaporte. Lo encontró ensopado por la lluvia de madrugada, con los ojos clavados en una imagen de un tiempo perdido y con la sensación de que llegaba más solo que nunca. Llevaba encima un sombrero viejo, un traje de paño oscuro y una maletita con los versos que había escrito en su destierro. Lo encontró viejo, con la piel blanda, con un pequeño raspado al respirar, pero también lo encontró lleno de vida, como un joven emprendedor, no había perdido la sonrisa y sus ojos oscuros conservaban el brillo primaveral.

El por su parte se fijó en su cabello largo, que si en los días de la juventud tenía un brillo dorado ahora tenía un brillo plateado. Sus ojos, del color miel, su preferido habían sucumbido al olvido y a la amargura de la vida, pero encontró una luz, esperanza. Sus senos habían sucumbido a la dureza de la gravedad. Ambos se analizaron. Aquellos ancianos que ya solo tenían pactado un encuentro con la muerte ahora se enfrentaban a un encuentro con los recuerdos. Se analizaron y cada uno busco aquel recuerdo único, el recuerdo que los unía de por vida y el recuerdo que los obligó a verse a las doce y treinta y siete, con una lluvia ligera. Después de tanto tiempo y vienes a pagar tus deudas con la muerte a mi lado – dijo ella – es lo menos que necesito, un poeta viejo en mi casa. El Poeta no dijo nada, vaciló un momento en la puerta y con su voz ya áspera y ronca dijo – solo soy un hombre necesitado de amor. Rompió la barrera de la Princesa, y entonces volvieron los recuerdos, volvieron a clavarse aquellas palabras como la primera vez que las escuchó y supo entonces que esas palabras eran la clave para flotar en el amor de otra época. No solo le abrió su casa, también le abrió su corazón y aquellas dos vidas se unificaron para darse el último pedazo de amor que les quedaba. A la mañana siguiente, una briza helada entro por la ventana, el día era gris. No lo vieron, ni vieron los pétalos rojos que desfilaban por el cielo honrando al Poeta y a la Princesa. No vieron otro amanecer. Solo se vieron ellos a los ojos, fijamente y compadecieron ante la muerte, y murieron felices, con un último aliento de amor.

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